sábado, 22 de agosto de 2009

BIENVENIDA ANALIA



Gracias por participar en este proyecto...

En http://analialardone.blogspot.com/ se acercarán más al corazón de esta artista, ella cuenta con una inagotable cantidad de textos que surgen de lo más escondido de sus pensamientos, participando y produciendo la revista EN VOZ ALTA que con su número 3 tuvo su presentación exitosa en el C.E.C de Rosario el pasado Jueves 20 de este mes.
Analia Lardone como escritora, Gonzalo G Bermejo Fotógrafo ( integrante de http://www.simetricas.com/) se juntaron para aportar el material impreso en este número 3 de la revista que es este texto que presentaremos a continuación.
Para mas detalles de la revista EN VOZ ALTA, ingresen a http://envozaltarevista.blogspot.com/

Analia Lardone "LA ESPERA DE ETELVINA"

Hay una versión sobre la humanidad, que dice que somos figuras milimétricamente exactas en un mundo abstracto, y hay quienes creen que la abstracción está en cada uno y la exactitud es obra de la Madre naturaleza. Honor a ello hacen los hombres sometiendo todas sus voluntades (e involuntades) a los generosos centímetros de la cadera de una mujer, en donde cualquier argumento lícito no es suficiente para excusar tal acto.
Soliloquios de Étel


El Doctor Tieri atiende a una anciana que teme morirse ese fin de semana. Todo permanece en un estado de verticalidad clandestina que fomenta la pulcritud, en sus aberturas, las formas de las paredes, la tipografía anunciada de los carteles Sanitarios/Informes/Terapia.

En el camino Etelvina va midiendo las baldosas, preguntándose quién se habría ocupado de encajar cada mosaico al lado del siguiente dejando intachablemente definidas las ranuras. La perfección de lo usual en lo que ya nadie repara. Los pañuelos descartables, un paraguas y un peine duermen como siempre en su bolso de mano. Lo espiritual de los delgadísimos arbolitos que celan los cordones y las amarillas hojas esparcidas, son figuras que se elevan a su lado. Para ella no hay otros caminos en la vida, salvo los que le son familiares, aunque la conduzcan a una extrema soledad que no reconoce.

Abre el paso de la densa puerta empujándola con el antebrazo y traspasa el luminoso pasillo atravesando un especie de fantasmagórico aura, hacia la recepcionista y su luciérnaga de oro, que ignoran su llegada. El sol se cuela a través de la hoja de vidrio hacia el interior del hall y detrás, un niño de gorro oscuro con la boca de pescado hace morisquetas dejando círculos poco concéntricos. Étel siente la mugre del vidrio y la boca contaminada del niño, y se acuerda de cómo detestaba la ducha luego de jugar en el patio con sus hermanos.

Descalza y fría mimetizada con el olor a distintas medicinas, se traslada hacia la silla negra del extremo, anticipando la letanía de la espera obligada. Acomoda su cartera al costado, dejando un brazo dentro de las correas. La chica al fondo atiende el teléfono con una voz chillona, mastica chicle, y apenas corta, le exagera a su compañera sobre los hermosos zapatos que viste.

Un par de ojos, se pasean por el cuerpo de Etelvina. Ella prefiere no enterarse y piensa en todos los minutos que le restan por delante intentando analizar los lánguidos cuadros sobre la pared. Transparentan su ropa, hurgan superando los hilos de las distintas telas y acarician centímetros de una percibida piel lozana. La curiosidad se enclava en un punto en donde ya nada es carne o tela, sino un paraje oscuro, que tienta, que promueve el inagotable juego de contar cantidades, adivinar sus lugares y apariencias, aplastaditos, rugosos, blanquecinos, marrones. Un lunar, un ladrillo sobre el que se edifica toda Etelvina. Ahora es una musa que lleva minifalda sin ropa interior y un ajustado escote prominente. En segundos, la sala es un espacio amatorio donde las manos y movimientos no alcanzan. Fatalmente, él va hacia ella besándole los bordes más huesudos y mordiéndole los más carnosos, dejándole marcas de un deseo inexorable, gimiendo.

La recepcionista se lima las uñas. Étel se estira para buscar una revista, y se eleva apenas unos centímetros para alcanzar la minúscula mesita. El movimiento abre su pollera dejando expuesta una blanca y esquelética rodilla. Étel rígida, se mantiene en esa posición. Se transforma en lunar, ese espacio oscuro todo sexo. Él yace sobre su rodilla, frotándola, en un anonimato excitante. Una vedette semidesnuda, un actor desaparecido de las pantallas y mega tips de belleza, intentan distraer a Étel. No sabe si sentirse deseada o acosada. Se reconoce en una seguridad intrusa, que la seduce. Cruza las piernas, la derecha sobre la izquierda, como Sharon, sintiendo el aire entremedio que la acalora. Las telas envuelven de forma maravillosa esa torzada de carne blanca, donde los zapatos y los finos tobillos, son los protagonistas, y lo disfruta. Alguien la está tocando y ella siente los dedos hundiéndose en su muslo, en sus incipientes várices, por debajo de la falda. Como aquel hombre, que una vez tuvo entre sus piernas, moviéndose, diciéndole guasadas al oído. Humedece sus labios con la lengua. El actor de ojos negros, posa con sus músculos sobre la arena, la mira fijo y declara: “No pretendo ser un sex symbol”. Se moja.

“Saldías”, se oye desde la puerta número tres. Étel arroja la revista y circula con pasos cortos, sin levantar la vista. Espía apenas al ingrato observador: lleva zapatos negros lustrados. Piensa, bastante elegantes como para ser un acosador de pasillo.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esteban Jaimez - "DOS HOMBRES PESCANDO"

Dos hombres pescando es diferente. No es lo mismo que un pescador en soledad, o que un grupo de tres o más. No es una situación ni mejor ni peor, sólo que es distinta, tiene otro valor: las charlas y los silencios se tiñen con matices que no se logran de otra manera.Por eso, me gusta apartarme con mi viejo cuando pescamos. En realidad, me gusta acompañarlo cuando se aparta, romper el valor que intenta crear en su soledad pescadora y formar ese otro, ese valor único de dos hombres llamando a los peces. Yo sé que él prefiere, algunas veces, la dimensión del aislamiento mudo al borde del agua; ya podrá, yo no tengo muchas oportunidades de ser la mitad de dos hombres pescando.Así es que lo sigo, cargo algún pertrecho como excusa y empiezo a caminar hacia donde va. En algún momento se detiene, observa el agua y el cielo, y decide que ese lugar es el propicio. Creo, a decir verdad, que no mira el agua y el cielo como pudiera hacerlo cualquiera que no fuese pescador; para él son una misma cosa. Donde nosotros observamos una separación, los pescadores ven una continuidad. En su instinto se afloja una tensión, se produce un descanso; “es” el lugar indicado. Se asienta y en silencio, haciendo el mínimo gasto de energía posible, arma sus cañas y arroja la suerte.Ahí llego yo, con algún reel extra, mi caña, o cualquier otro pretexto para formar el conjunto ideal. Sentados sobre la caja legendaria nos miramos, miramos el lago, nos pasamos algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes.Cada tanto también, entre silencio y silencio, algo rompe la burbuja, y está bien; algún biguá que patalea en el agua para remontar, alguna embarcación, algún pescador en retirada. Elementos del paisaje que, incluso, suelen ser nuestras voces. Cierta vez, en una grieta que le hizo a lo callado, me contó del año 67, del año del Sur, del pescador que ya era antes de la colimba y del maestro que fuera después. Sentados espalda contra espalda, me dijo que el silencio era un refugio o un temporal, según quiénes lo compartieran.Se había ido a Río Negro, buscando vaya uno a saber qué parte de sí. Cargó sus ropas, su Siambretta y su humanidad en el tren hasta Choele Choel. Desde allí, en moto hasta Colonia Josefa, donde en su instinto de viajero se juntaron el cielo y la tierra. La escuelita en la que estaba destinado a ser “el Señor Maestro” lo esperaba. Veintidós años tenía “el Señor Maestro” cuando entró bajo ese techo de tejas rojas.Me lo imagino solo en la estación de trenes, aunque ahora sé que lo despidió mi madre joven. No sé por qué siempre lo imagino solo, será tal vez porque en mí, que soy su hijo, se proyecta su imaginación. O por otros asuntos que sí sé, pero callo con su propio silencio. Me lo hago despidiéndose de mis abuelos jóvenes en la puerta de la casa. Tengo una imagen clara de su llegada a Colonia Josefa después de cruzar el desierto de planicies sembradas por Roca, en el Valle Medio. Seguramente bajó de su moto de Pocho del desierto, dejó sus pocas ropas y contó sus pesos pocos, y empezó a habitar ese lugar asombroso.Hubo un tiempo, me dijo, en que tuvo que hacerse cargo de los alumnos él solo, de los alumnos y de las provisiones, calculadas con exactitud, que llegaban una vez a la semana en el mismo tren que lo había depositado en Choele Choel. Pero más tarde, otro maestro llegó para romper el valor que significa un maestro solo, y formar ese otro distinto que es el de dos maestros enseñando juntos.Francisco, el entrerriano, el otro “Señor Maestro” de ojos marrones como el Paraná pero brillantes como el Uruguay, empezó a compartir las jornadas de mi viejo, a desenredar la soledad de las seis de la tarde, esa hora en que un mate es casi todo lo que hace falta y lo único que se reconoce como artificio, ese momento en que van quedando pocas cosas que evoquen la presencia humana más allá de la propia existencia. El mate trae, con la nueva yerba de cada día, las viejas compañías que lo animaron.Dice mi padre viejo que un día después de mucho tiempo de vivir juntos, de enseñar y de aprenderse, de sufrir y nacer y alegrarse en la alegría propia y en la ajena; un día, seguramente un domingo, mi padre joven salió a pescar junto al Pancho. Me parece intuir en los resquicios del relato que éste lo habrá seguido, cargando algún pertrecho como excusa. Mi joven viejo habrá encontrado el lugar que el instinto le señalara como justo para lanzar las líneas y la plegaria profana de los pescadores.Sentados, se habrán mirado, habrán mirado el agua, se habrán pasado algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes, y aunque la pesca no fue buena esa vez, se sabe que los pescadores estaban convencidos.Los entrerrianos cargan con cierto verdor en el idioma; con ese verde, dice mi padre que Pancho, en el momento que el instinto le indicó como propicio, le dijo:- Alberto, ¿te puedo hacer una pregunta?- Si, por supuesto. Le contestó.- ¿Vos y yo ya somos amigos, no es cierto?- Si, por supuesto, creo… ¿por qué me lo preguntás?- Porque el silencio no nos molesta, dijo verdemente Pancho. Aquí, mi viejo viejo, hizo una pausa, pitó de su cigarro y dejó el relato descansando, durmiendo tal vez otra siesta de cuarenta años hasta volver a ser contado; en el momento determinado, en el momento que su instinto de pescador le indicó como propicio, miró a lo lejos, tiró el pucho al suelo, y se quedó callado.

miércoles, 8 de julio de 2009

Esteban Jaimez - "EL CENTRO DEL UNIVERSO"

Cuando Claudio Tolomeo entró por primera vez en la Biblioteca de Alejandría pensó que quizás estaba en lo cierto: el centro del Universo bien podía figurarse entre esas paredes que cubrían lo que la humanidad particular de Claudio consideraba como la sabiduría de la humanidad toda.

Tolomeo, como era natural creer en ese entonces, escribió que el centro inamovible del Universo era la tierra. Así hizo girar todos los astros a nuestro alrededor, el “nuestro alrededor” de la época de Tolomeo.

Entre los muros de la Gran Biblioteca supo Claudio que, de todos los universos posibles, el único habitable, el único probablemente real, era aquel que se resumía al interior de esas grandes puertas de la sabiduría.

Lo mismo hubiera dado que se encontrara en el Mato Groso o en medio del Desierto del Sahara; donde estuviera sería el centro, porque en verdad, la idea de centro no es extensa sino acotada a la realidad que nos significa.

Cuando uno vive, o mejor dicho para dar la idea exacta del movimiento que esto implica, cuando uno va viviendo cada hora de cada día, también siente lo que Tolomeo.

Revolvemos el café de la mañana y salimos al patio con la tasa. Y esa es la única tasa en el mundo en el único patio del mundo. Comenzamos a organizar nuestro día a partir de nuestro patio y su taza.

A su vez, el patio se amplía en la casa que lo ha creado. Y esta última, en la manzana de un barrio único en una ciudad única. Perplejos, en el recorrido de regreso a nuestra realidad pequeña, caemos en la cuenta de que esta ciudad contiene entre sus barrios, una casa con patio y tasa.

Inmediatamente, lo que nos resta es mirar el asa y advertir, asombrados, que el café es sostenido casi directamente por una mano, que es la nuestra.

No obstante la existencia de innumerables patios, hay uno en Rosario que es innumerable, infinito, y contiene todos los posibles patios en su resumen. Suelo visitarlo precisamente para sentirme el centro del universo, aunque le falte siempre mi tasa del café matinal.

La ausencia de café amaneciente y metafísico se compensa con amigos nocturnos que sintetizan el universo, como si cada uno portara su café en su tasa de patio de barrio único.

La realidad es que, cuando nos encontramos allí, todos nos transformamos en el centro del universo en ese patio de Bº Belgrano, sin interferir el centro de otros patios que contengan otras importantes tasas para el desarrollo de la humanidad.

Cuando lo habitamos creemos en Tolomeo y su sistema; la armonía es perfecta: la tasa troca en vaso, y somos muchos girando en la órbita del oeste. No hay más que eso. Ni menos.

Cosas que aprendimos de a poco, esencia de un movimiento continuo, de un proceso imperceptible de crecimiento que nos tranquiliza. Estamos a salvo en ese patio, todo transcurre en calma.

Se suceden las palabras y los silencios. La paz, que sólo a veces se perturba por el paso raudo de una gata que se llama Lucrecia, nos indica que quizás estamos en lo cierto.

martes, 30 de junio de 2009

Esteban Jaimez "MUDANZA"

Miren cómo todo baila a su alrededor cuando baila. ¿Ven?, nada en el salón permanece estable, nada queda en el punto designado en un principio. Las cosas se van confundiendo con las cosas, y su cuerpo se transforma en una cosa más, confundido.

La estructura entera danza junto a la música, junto a su cuerpo acompañando a la música, junto a la música que acompaña a todo cuanto danza. Un infinito móvil, un sistema astrológico perfecto en su inmediatez cambiante.

En medio de la irritación química de los instrumentos y del conjunto, parece asomarse, pero luego se disuelve. Elemento ya de la música, se precipita y sedimenta como otra intérprete, tal vez la menos soberbia. Pero quizás también, la más amada por los dioses: en su cuerpo entra la música y vuelve a salir a su través modificada, amplificada en la sonora mudez del músculo.

No me alcanzan los ojos mortales para ver todo lo que ella revela. Soy un viajero errante y asombrado. Soy un vagabundo que arriba por accidente a un punto sagrado en el país del movimiento; como parte del ritual ocurre la transfiguración: las manos de la danzarina se vuelven serpientes, ofidios venenosos que emponzoñan el aire con su ritmo. Sus áspides, sus dulces áspides responden al llamado, esperan, surgen, y vuelven a intoxicar la creación llamándome y haciéndome esperar.

Sus piernas son juncos, acuosas patas de garza, o árboles que, según sople el envenenado viento, se mueven ocultando verdades o develando los más secretos misterios.

No importa. Nada es más importante que su anatomía entera apiadándose de la quietud, conmoviendo al mundo quieto. Agitando mi manera de mirar.

Agitando, me arrastra en su baile a una fortuna absolutamente extraña a los comunes, me hechiza la asimetría que no consigo identificar con claridad, que no tiene patrón más que el ir y venir de su músculo en armonía.

Trato de descomponer para entender, pero la deducción me es vedada. No descubro más que ese ir y venir que me lleva o me trae al ojo de este huracán. En verdad ya no sé cuándo va o cuándo vuelve, no sé si voy o vengo, que ambas direcciones son ya la misma: hacia un centro en donde ella reina.

Cuando la música cesa y se apagan casi todos los sonidos en el cosmos que me envuelve, cuando la quietud parece asimilar su condición estática, cuando por fin vuelvo a respirar, noto que siguen en mí y en ella, como una prolongación de la música, los mismos latidos.

lunes, 29 de junio de 2009

Esteban Jaimez - "NEGATIVOS"

“Tenía la certeza de que me miraba, sin que estuviese seguro de
que me viese: distorsión inconcebible: ¿cómo mirar sin ver?
La fotografía separa la atención de la percepción;
sólo muestra la primera, aunque es imposible sin la segunda.”
Roland Barthes



“Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada”, dice Paul Auster en “El cuento de Navidad de Auggie Wren”. Auggie había captado con su cámara, todos los días a las 7 y durante años, la misma toma. Por supuesto, nunca era la misma. En cada fotografía se repetían o intercambiaban las personas y sus ropas, se revelaban ligeras o abruptas variaciones climáticos, se acentuaba o disipaba la luz según iban mudando las estaciones. Jamás era la misma toma.

Cuenta Auster: “Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.”

Así trepa el escritor a su historia, que es, ni más ni menos, la historia de la cámara de fotos con la que el Sr. Wren fue construyendo su humilde y monumental obra de arte, su elogio de la constancia, su tratado visual sobre las tenues diferencias en el transcurso de los días.

En verdad nos resulta difícil percibir las diminutas diferencias entre los días; sentir que hoy, en relación con ayer y con mañana, no es sólo una hoja del almanaque sino, más bien, una consecuencia o una causa, un minúsculo hito en lo que recibimos como un continuum. Casi no nos damos cuenta de que nuestros movimientos son el positivo de nuestras quietudes. Y también al revés.

Distinto pasa cuando observamos viejas fotos donde la Tía Isabel o el Abuelo Jacinto eran rozagantes mozos, llenos de juventud; tomamos conciencia del robo que perpetra el tiempo. Aparecen los conocidos (los amados y los odiados, que en esto no hacen diferencia ni la vida ni su negativo, la muerte), más jóvenes, más viejos; más algo que ahora.

Y en el instante en que uno se introduce en la imagen, el entorno se diluye; ya no se ve un papel o una pantalla; se distinguen, simplemente, momentos. Negativos o positivos, sin importar la superficie sobre la que se plasmen.

Así como se ha dicho que el mapa no es el territorio, tampoco la foto es el objeto. Y nosotros, objetos de innumerables fotos, cargamos de toma en toma, de cumpleaños en cumpleaños, con un proceso. No nos damos cuenta, no advertimos los cambios en los pequeños cambios de los días. Y llega un momento en que esos sujetos que vemos en las fotos, convertidos en objetos, cercados por un recorte temporal, se han vuelto otros.

Somos, sin notarlo, testigos de esa otra gente que somos en las fotos, que son nuestros hijos y nuestros padres. Criamos hijos y los vemos crecer, nos crían nuestros padres y los vemos envejecer, pero nos evadimos del proceso fingiendo que nada ha cambiado, que tenemos aún 7, 18 ó 36 años.

“La fotografía” hace que toda imagen sea, ficticiamente, vívida. Cuando encontramos en los armarios esas cajas llenas de imágenes mágicamente dibujadas en un pedazo de cartón pensamos que todas son, en definitiva, tomas de este momento.
Es que “la fotografía” contamina el tiempo; irrumpe, recrea, como la literatura, momentos irreales, otros lugares. Más allá del papel impreso vemos una realidad que se amplía. U otra realidad, igualmente real que el estar viendo fotografías.

Esteban Jaimez - "ABRACADABRA (Iré creando conforme hable)"

“Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz.”
Génesis, 1:3

“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.” G. García Márquez, “Cien años de soledad”

Darle nombre a las cosas es crearlas, porque es claro que todo cuanto no pueda ser nombrado carece de existencia. Las cosas son ellas y sus apelativos; las personas son, a demás de sí mismas, su propio nombre. Pedro y María son lo que vemos y lo que decimos al llamarlos.

No obstante, se abre una brecha entre el nombre y la cosa, entre la persona y el nombre, ya que ni las cosas ni las personas son los sonidos que las evocan. Y además sabemos, en nuestras mentes atribuladas de ruidos y designaciones, que alguna vez reinó el silencio, o algo parecido a una calma aburridísima.

En los tiempos en que la brecha entre las cosas y su evocación era tan amplia que las conversaciones quedaban suspendidas en la brevedad angustiosa de unos poquísimos vocablos o en la prolongación oscura y pesada de los silencios, hubo quienes emprendieron la hazaña de configurar lo que hoy conocemos como “el mundo”.

Tengo la certeza de que fue algún mago quien inventó las formas de hacer aparecer, así como un conejo en la galera, un gato en el gato, una flor en la magnolia y un pájaro en las alas y el trino. Sin las voces no serían posibles los trucos.

Me imagino al primer mago inventando los nombres de todas las cosas. Supongo que habrá comenzado por lo fundamental, y de allí habrá elevado esta pirámide, o mejor, esta hélice, que es el lenguaje y la fascinación que produce.

Primero habrá dicho “varita” y luego “mágica”. Habrá pensado que sonaba bien ponerle “pañuelo” al pañuelo; y habrá sonreído. Y luego de muchas otras palabras inventadas, seguramente las resumió, tras sonreír nuevamente, diciendo “truco”.

En esa dirección; ¿qué es verdad y qué mentira? El hecho de que una paloma salga volando de una cajita no tiene tanto que ver con sus pericias aéreas como con que creamos que una caja pueda ser el principio de un ave. Esto lo pensó el mago muy bien, y dijo: “ilusión”.

Y la violenta verdad es (hay que decirlo aunque duela y para insistir en esta vocación de seguir nombrando para crear) que nos gusta ser engañados de ese dulce modo: buscamos en el mago a quien nos haga ver lo que no es posible en la realidad. Más bien, lo que no es posible en “nuestra” realidad. Vivimos más por las ilusiones que por la concreta consistencia de nuestros alimentos. Tanto es así, que hemos inventado la cocina para conjurar los sabores.

Por otro lado, estamos de acuerdo en que lo imposible es, simplemente, imposible. Pero también debemos admitir que ese es un concepto muy elástico para la magia. Y atendiendo a que todos los orígenes son, en definitiva, la reproducción del primero, supongo que fue el mismísimo Dios, en un acto de rebeldía y por puro aburrimiento, quien inventó la palabra “mago” para que el mundo de las palabras sea.

Esteban Jaimez - "ZUGZWANG(*)"

“El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de causas y efectos) ha sido muy generoso conmigo.”
Jorge Luis Borges


Hay un mundo en donde no existe el azar. Todo cuanto se puede prever está calculado: las sombras son armoniosas y simétricas, las flores se lucen en colores y perfumes, los pájaros no mueren, como así tampoco los gatos (es muy triste cuando muere un gato)

La lluvia llega siempre en el momento en que hace más calor, y cesa en cuanto los campos han sido regados suficientemente y la temperatura se ajusta a las cadencias de las estaciones de cultivo.

En el mundo del sin azar los patios son un prodigio de la lucha del hombre contra la naturaleza y, por supuesto, las tormentas atienden con su intensidad al cuidado que cada uno pone a su sembrado, hermoseando el esfuerzo del mejor vecino y granizando sobre los terrenos del desidioso.

No hay en ese mundo hermoso ni mácula de descuido, nadie se equivoca sin que el hecho tenga consecuencias fatales, nadie descubre nada, nadie arriesga pronósticos contrapuestos, no hay peleas. Todo es sabido de antemano y solucionado con la argucia digna de sus geniales gobernantes y de su pueblo, el real soberano.

Es un reino “formósus”: bien formado, ajustado a la forma, a la correcta forma. Por lo tanto, sus autoridades han dispuesto la proscripción del asombro. Jamás podría existir ese dispositivo enrevesado en un universo tan moderno y desarrollado. No sería posible.

No es curioso que en ese mundo también hayan sido vedados los magos, los músicos locos, el carnaval, la resistencia de Aquiles y el vuelo de Ícaro. Y tampoco debe llamarnos la atención que esté tan mal vista la cursilería en las cartas de amor y la lágrima fácil.

No quedan muchos hilos para tirar y deducir que en ese hermoso (formósus), aunque no bello mundo, está absolutamente condenado el ajedrez ya que desde tiempos inmemoriales se conoce el embrujo que producen los espejos.

(*)Ajedrez: Situación en que la posición de un jugador se ve debilitada por el mero hecho de verse compelido a realizar una movida que lo perjudica.