En medio de la irritación química de los instrumentos y del conjunto, parece asomarse, pero luego se disuelve. Elemento ya de la música, se precipita y sedimenta como otra intérprete, tal vez la menos soberbia. Pero quizás también, la más amada por los dioses: en su cuerpo entra la música y vuelve a salir a su través modificada, amplificada en la sonora mudez del músculo.
No me alcanzan los ojos mortales para ver todo lo que ella revela. Soy un viajero errante y asombrado. Soy un vagabundo que arriba por accidente a un punto sagrado en el país del movimiento; como parte del ritual ocurre la transfiguración: las manos de la danzarina se vuelven serpientes, ofidios venenosos que emponzoñan el aire con su ritmo. Sus áspides, sus dulces áspides responden al llamado, esperan, surgen, y vuelven a intoxicar la creación llamándome y haciéndome esperar.
Sus piernas son juncos, acuosas patas de garza, o árboles que, según sople el envenenado viento, se mueven ocultando verdades o develando los más secretos misterios.
No importa. Nada es más importante que su anatomía entera apiadándose de la quietud, conmoviendo al mundo quieto. Agitando mi manera de mirar.
Agitando, me arrastra en su baile a una fortuna absolutamente extraña a los comunes, me hechiza la asimetría que no consigo identificar con claridad, que no tiene patrón más que el ir y venir de su músculo en armonía.
Trato de descomponer para entender, pero la deducción me es vedada. No descubro más que ese ir y venir que me lleva o me trae al ojo de este huracán. En verdad ya no sé cuándo va o cuándo vuelve, no sé si voy o vengo, que ambas direcciones son ya la misma: hacia un centro en donde ella reina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario