sábado, 22 de agosto de 2009

BIENVENIDA ANALIA



Gracias por participar en este proyecto...

En http://analialardone.blogspot.com/ se acercarán más al corazón de esta artista, ella cuenta con una inagotable cantidad de textos que surgen de lo más escondido de sus pensamientos, participando y produciendo la revista EN VOZ ALTA que con su número 3 tuvo su presentación exitosa en el C.E.C de Rosario el pasado Jueves 20 de este mes.
Analia Lardone como escritora, Gonzalo G Bermejo Fotógrafo ( integrante de http://www.simetricas.com/) se juntaron para aportar el material impreso en este número 3 de la revista que es este texto que presentaremos a continuación.
Para mas detalles de la revista EN VOZ ALTA, ingresen a http://envozaltarevista.blogspot.com/

Analia Lardone "LA ESPERA DE ETELVINA"

Hay una versión sobre la humanidad, que dice que somos figuras milimétricamente exactas en un mundo abstracto, y hay quienes creen que la abstracción está en cada uno y la exactitud es obra de la Madre naturaleza. Honor a ello hacen los hombres sometiendo todas sus voluntades (e involuntades) a los generosos centímetros de la cadera de una mujer, en donde cualquier argumento lícito no es suficiente para excusar tal acto.
Soliloquios de Étel


El Doctor Tieri atiende a una anciana que teme morirse ese fin de semana. Todo permanece en un estado de verticalidad clandestina que fomenta la pulcritud, en sus aberturas, las formas de las paredes, la tipografía anunciada de los carteles Sanitarios/Informes/Terapia.

En el camino Etelvina va midiendo las baldosas, preguntándose quién se habría ocupado de encajar cada mosaico al lado del siguiente dejando intachablemente definidas las ranuras. La perfección de lo usual en lo que ya nadie repara. Los pañuelos descartables, un paraguas y un peine duermen como siempre en su bolso de mano. Lo espiritual de los delgadísimos arbolitos que celan los cordones y las amarillas hojas esparcidas, son figuras que se elevan a su lado. Para ella no hay otros caminos en la vida, salvo los que le son familiares, aunque la conduzcan a una extrema soledad que no reconoce.

Abre el paso de la densa puerta empujándola con el antebrazo y traspasa el luminoso pasillo atravesando un especie de fantasmagórico aura, hacia la recepcionista y su luciérnaga de oro, que ignoran su llegada. El sol se cuela a través de la hoja de vidrio hacia el interior del hall y detrás, un niño de gorro oscuro con la boca de pescado hace morisquetas dejando círculos poco concéntricos. Étel siente la mugre del vidrio y la boca contaminada del niño, y se acuerda de cómo detestaba la ducha luego de jugar en el patio con sus hermanos.

Descalza y fría mimetizada con el olor a distintas medicinas, se traslada hacia la silla negra del extremo, anticipando la letanía de la espera obligada. Acomoda su cartera al costado, dejando un brazo dentro de las correas. La chica al fondo atiende el teléfono con una voz chillona, mastica chicle, y apenas corta, le exagera a su compañera sobre los hermosos zapatos que viste.

Un par de ojos, se pasean por el cuerpo de Etelvina. Ella prefiere no enterarse y piensa en todos los minutos que le restan por delante intentando analizar los lánguidos cuadros sobre la pared. Transparentan su ropa, hurgan superando los hilos de las distintas telas y acarician centímetros de una percibida piel lozana. La curiosidad se enclava en un punto en donde ya nada es carne o tela, sino un paraje oscuro, que tienta, que promueve el inagotable juego de contar cantidades, adivinar sus lugares y apariencias, aplastaditos, rugosos, blanquecinos, marrones. Un lunar, un ladrillo sobre el que se edifica toda Etelvina. Ahora es una musa que lleva minifalda sin ropa interior y un ajustado escote prominente. En segundos, la sala es un espacio amatorio donde las manos y movimientos no alcanzan. Fatalmente, él va hacia ella besándole los bordes más huesudos y mordiéndole los más carnosos, dejándole marcas de un deseo inexorable, gimiendo.

La recepcionista se lima las uñas. Étel se estira para buscar una revista, y se eleva apenas unos centímetros para alcanzar la minúscula mesita. El movimiento abre su pollera dejando expuesta una blanca y esquelética rodilla. Étel rígida, se mantiene en esa posición. Se transforma en lunar, ese espacio oscuro todo sexo. Él yace sobre su rodilla, frotándola, en un anonimato excitante. Una vedette semidesnuda, un actor desaparecido de las pantallas y mega tips de belleza, intentan distraer a Étel. No sabe si sentirse deseada o acosada. Se reconoce en una seguridad intrusa, que la seduce. Cruza las piernas, la derecha sobre la izquierda, como Sharon, sintiendo el aire entremedio que la acalora. Las telas envuelven de forma maravillosa esa torzada de carne blanca, donde los zapatos y los finos tobillos, son los protagonistas, y lo disfruta. Alguien la está tocando y ella siente los dedos hundiéndose en su muslo, en sus incipientes várices, por debajo de la falda. Como aquel hombre, que una vez tuvo entre sus piernas, moviéndose, diciéndole guasadas al oído. Humedece sus labios con la lengua. El actor de ojos negros, posa con sus músculos sobre la arena, la mira fijo y declara: “No pretendo ser un sex symbol”. Se moja.

“Saldías”, se oye desde la puerta número tres. Étel arroja la revista y circula con pasos cortos, sin levantar la vista. Espía apenas al ingrato observador: lleva zapatos negros lustrados. Piensa, bastante elegantes como para ser un acosador de pasillo.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esteban Jaimez - "DOS HOMBRES PESCANDO"

Dos hombres pescando es diferente. No es lo mismo que un pescador en soledad, o que un grupo de tres o más. No es una situación ni mejor ni peor, sólo que es distinta, tiene otro valor: las charlas y los silencios se tiñen con matices que no se logran de otra manera.Por eso, me gusta apartarme con mi viejo cuando pescamos. En realidad, me gusta acompañarlo cuando se aparta, romper el valor que intenta crear en su soledad pescadora y formar ese otro, ese valor único de dos hombres llamando a los peces. Yo sé que él prefiere, algunas veces, la dimensión del aislamiento mudo al borde del agua; ya podrá, yo no tengo muchas oportunidades de ser la mitad de dos hombres pescando.Así es que lo sigo, cargo algún pertrecho como excusa y empiezo a caminar hacia donde va. En algún momento se detiene, observa el agua y el cielo, y decide que ese lugar es el propicio. Creo, a decir verdad, que no mira el agua y el cielo como pudiera hacerlo cualquiera que no fuese pescador; para él son una misma cosa. Donde nosotros observamos una separación, los pescadores ven una continuidad. En su instinto se afloja una tensión, se produce un descanso; “es” el lugar indicado. Se asienta y en silencio, haciendo el mínimo gasto de energía posible, arma sus cañas y arroja la suerte.Ahí llego yo, con algún reel extra, mi caña, o cualquier otro pretexto para formar el conjunto ideal. Sentados sobre la caja legendaria nos miramos, miramos el lago, nos pasamos algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes.Cada tanto también, entre silencio y silencio, algo rompe la burbuja, y está bien; algún biguá que patalea en el agua para remontar, alguna embarcación, algún pescador en retirada. Elementos del paisaje que, incluso, suelen ser nuestras voces. Cierta vez, en una grieta que le hizo a lo callado, me contó del año 67, del año del Sur, del pescador que ya era antes de la colimba y del maestro que fuera después. Sentados espalda contra espalda, me dijo que el silencio era un refugio o un temporal, según quiénes lo compartieran.Se había ido a Río Negro, buscando vaya uno a saber qué parte de sí. Cargó sus ropas, su Siambretta y su humanidad en el tren hasta Choele Choel. Desde allí, en moto hasta Colonia Josefa, donde en su instinto de viajero se juntaron el cielo y la tierra. La escuelita en la que estaba destinado a ser “el Señor Maestro” lo esperaba. Veintidós años tenía “el Señor Maestro” cuando entró bajo ese techo de tejas rojas.Me lo imagino solo en la estación de trenes, aunque ahora sé que lo despidió mi madre joven. No sé por qué siempre lo imagino solo, será tal vez porque en mí, que soy su hijo, se proyecta su imaginación. O por otros asuntos que sí sé, pero callo con su propio silencio. Me lo hago despidiéndose de mis abuelos jóvenes en la puerta de la casa. Tengo una imagen clara de su llegada a Colonia Josefa después de cruzar el desierto de planicies sembradas por Roca, en el Valle Medio. Seguramente bajó de su moto de Pocho del desierto, dejó sus pocas ropas y contó sus pesos pocos, y empezó a habitar ese lugar asombroso.Hubo un tiempo, me dijo, en que tuvo que hacerse cargo de los alumnos él solo, de los alumnos y de las provisiones, calculadas con exactitud, que llegaban una vez a la semana en el mismo tren que lo había depositado en Choele Choel. Pero más tarde, otro maestro llegó para romper el valor que significa un maestro solo, y formar ese otro distinto que es el de dos maestros enseñando juntos.Francisco, el entrerriano, el otro “Señor Maestro” de ojos marrones como el Paraná pero brillantes como el Uruguay, empezó a compartir las jornadas de mi viejo, a desenredar la soledad de las seis de la tarde, esa hora en que un mate es casi todo lo que hace falta y lo único que se reconoce como artificio, ese momento en que van quedando pocas cosas que evoquen la presencia humana más allá de la propia existencia. El mate trae, con la nueva yerba de cada día, las viejas compañías que lo animaron.Dice mi padre viejo que un día después de mucho tiempo de vivir juntos, de enseñar y de aprenderse, de sufrir y nacer y alegrarse en la alegría propia y en la ajena; un día, seguramente un domingo, mi padre joven salió a pescar junto al Pancho. Me parece intuir en los resquicios del relato que éste lo habrá seguido, cargando algún pertrecho como excusa. Mi joven viejo habrá encontrado el lugar que el instinto le señalara como justo para lanzar las líneas y la plegaria profana de los pescadores.Sentados, se habrán mirado, habrán mirado el agua, se habrán pasado algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes, y aunque la pesca no fue buena esa vez, se sabe que los pescadores estaban convencidos.Los entrerrianos cargan con cierto verdor en el idioma; con ese verde, dice mi padre que Pancho, en el momento que el instinto le indicó como propicio, le dijo:- Alberto, ¿te puedo hacer una pregunta?- Si, por supuesto. Le contestó.- ¿Vos y yo ya somos amigos, no es cierto?- Si, por supuesto, creo… ¿por qué me lo preguntás?- Porque el silencio no nos molesta, dijo verdemente Pancho. Aquí, mi viejo viejo, hizo una pausa, pitó de su cigarro y dejó el relato descansando, durmiendo tal vez otra siesta de cuarenta años hasta volver a ser contado; en el momento determinado, en el momento que su instinto de pescador le indicó como propicio, miró a lo lejos, tiró el pucho al suelo, y se quedó callado.