sábado, 22 de agosto de 2009

Analia Lardone "LA ESPERA DE ETELVINA"

Hay una versión sobre la humanidad, que dice que somos figuras milimétricamente exactas en un mundo abstracto, y hay quienes creen que la abstracción está en cada uno y la exactitud es obra de la Madre naturaleza. Honor a ello hacen los hombres sometiendo todas sus voluntades (e involuntades) a los generosos centímetros de la cadera de una mujer, en donde cualquier argumento lícito no es suficiente para excusar tal acto.
Soliloquios de Étel


El Doctor Tieri atiende a una anciana que teme morirse ese fin de semana. Todo permanece en un estado de verticalidad clandestina que fomenta la pulcritud, en sus aberturas, las formas de las paredes, la tipografía anunciada de los carteles Sanitarios/Informes/Terapia.

En el camino Etelvina va midiendo las baldosas, preguntándose quién se habría ocupado de encajar cada mosaico al lado del siguiente dejando intachablemente definidas las ranuras. La perfección de lo usual en lo que ya nadie repara. Los pañuelos descartables, un paraguas y un peine duermen como siempre en su bolso de mano. Lo espiritual de los delgadísimos arbolitos que celan los cordones y las amarillas hojas esparcidas, son figuras que se elevan a su lado. Para ella no hay otros caminos en la vida, salvo los que le son familiares, aunque la conduzcan a una extrema soledad que no reconoce.

Abre el paso de la densa puerta empujándola con el antebrazo y traspasa el luminoso pasillo atravesando un especie de fantasmagórico aura, hacia la recepcionista y su luciérnaga de oro, que ignoran su llegada. El sol se cuela a través de la hoja de vidrio hacia el interior del hall y detrás, un niño de gorro oscuro con la boca de pescado hace morisquetas dejando círculos poco concéntricos. Étel siente la mugre del vidrio y la boca contaminada del niño, y se acuerda de cómo detestaba la ducha luego de jugar en el patio con sus hermanos.

Descalza y fría mimetizada con el olor a distintas medicinas, se traslada hacia la silla negra del extremo, anticipando la letanía de la espera obligada. Acomoda su cartera al costado, dejando un brazo dentro de las correas. La chica al fondo atiende el teléfono con una voz chillona, mastica chicle, y apenas corta, le exagera a su compañera sobre los hermosos zapatos que viste.

Un par de ojos, se pasean por el cuerpo de Etelvina. Ella prefiere no enterarse y piensa en todos los minutos que le restan por delante intentando analizar los lánguidos cuadros sobre la pared. Transparentan su ropa, hurgan superando los hilos de las distintas telas y acarician centímetros de una percibida piel lozana. La curiosidad se enclava en un punto en donde ya nada es carne o tela, sino un paraje oscuro, que tienta, que promueve el inagotable juego de contar cantidades, adivinar sus lugares y apariencias, aplastaditos, rugosos, blanquecinos, marrones. Un lunar, un ladrillo sobre el que se edifica toda Etelvina. Ahora es una musa que lleva minifalda sin ropa interior y un ajustado escote prominente. En segundos, la sala es un espacio amatorio donde las manos y movimientos no alcanzan. Fatalmente, él va hacia ella besándole los bordes más huesudos y mordiéndole los más carnosos, dejándole marcas de un deseo inexorable, gimiendo.

La recepcionista se lima las uñas. Étel se estira para buscar una revista, y se eleva apenas unos centímetros para alcanzar la minúscula mesita. El movimiento abre su pollera dejando expuesta una blanca y esquelética rodilla. Étel rígida, se mantiene en esa posición. Se transforma en lunar, ese espacio oscuro todo sexo. Él yace sobre su rodilla, frotándola, en un anonimato excitante. Una vedette semidesnuda, un actor desaparecido de las pantallas y mega tips de belleza, intentan distraer a Étel. No sabe si sentirse deseada o acosada. Se reconoce en una seguridad intrusa, que la seduce. Cruza las piernas, la derecha sobre la izquierda, como Sharon, sintiendo el aire entremedio que la acalora. Las telas envuelven de forma maravillosa esa torzada de carne blanca, donde los zapatos y los finos tobillos, son los protagonistas, y lo disfruta. Alguien la está tocando y ella siente los dedos hundiéndose en su muslo, en sus incipientes várices, por debajo de la falda. Como aquel hombre, que una vez tuvo entre sus piernas, moviéndose, diciéndole guasadas al oído. Humedece sus labios con la lengua. El actor de ojos negros, posa con sus músculos sobre la arena, la mira fijo y declara: “No pretendo ser un sex symbol”. Se moja.

“Saldías”, se oye desde la puerta número tres. Étel arroja la revista y circula con pasos cortos, sin levantar la vista. Espía apenas al ingrato observador: lleva zapatos negros lustrados. Piensa, bastante elegantes como para ser un acosador de pasillo.

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