martes, 30 de junio de 2009

Esteban Jaimez "MUDANZA"

Miren cómo todo baila a su alrededor cuando baila. ¿Ven?, nada en el salón permanece estable, nada queda en el punto designado en un principio. Las cosas se van confundiendo con las cosas, y su cuerpo se transforma en una cosa más, confundido.

La estructura entera danza junto a la música, junto a su cuerpo acompañando a la música, junto a la música que acompaña a todo cuanto danza. Un infinito móvil, un sistema astrológico perfecto en su inmediatez cambiante.

En medio de la irritación química de los instrumentos y del conjunto, parece asomarse, pero luego se disuelve. Elemento ya de la música, se precipita y sedimenta como otra intérprete, tal vez la menos soberbia. Pero quizás también, la más amada por los dioses: en su cuerpo entra la música y vuelve a salir a su través modificada, amplificada en la sonora mudez del músculo.

No me alcanzan los ojos mortales para ver todo lo que ella revela. Soy un viajero errante y asombrado. Soy un vagabundo que arriba por accidente a un punto sagrado en el país del movimiento; como parte del ritual ocurre la transfiguración: las manos de la danzarina se vuelven serpientes, ofidios venenosos que emponzoñan el aire con su ritmo. Sus áspides, sus dulces áspides responden al llamado, esperan, surgen, y vuelven a intoxicar la creación llamándome y haciéndome esperar.

Sus piernas son juncos, acuosas patas de garza, o árboles que, según sople el envenenado viento, se mueven ocultando verdades o develando los más secretos misterios.

No importa. Nada es más importante que su anatomía entera apiadándose de la quietud, conmoviendo al mundo quieto. Agitando mi manera de mirar.

Agitando, me arrastra en su baile a una fortuna absolutamente extraña a los comunes, me hechiza la asimetría que no consigo identificar con claridad, que no tiene patrón más que el ir y venir de su músculo en armonía.

Trato de descomponer para entender, pero la deducción me es vedada. No descubro más que ese ir y venir que me lleva o me trae al ojo de este huracán. En verdad ya no sé cuándo va o cuándo vuelve, no sé si voy o vengo, que ambas direcciones son ya la misma: hacia un centro en donde ella reina.

Cuando la música cesa y se apagan casi todos los sonidos en el cosmos que me envuelve, cuando la quietud parece asimilar su condición estática, cuando por fin vuelvo a respirar, noto que siguen en mí y en ella, como una prolongación de la música, los mismos latidos.

lunes, 29 de junio de 2009

Esteban Jaimez - "NEGATIVOS"

“Tenía la certeza de que me miraba, sin que estuviese seguro de
que me viese: distorsión inconcebible: ¿cómo mirar sin ver?
La fotografía separa la atención de la percepción;
sólo muestra la primera, aunque es imposible sin la segunda.”
Roland Barthes



“Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada”, dice Paul Auster en “El cuento de Navidad de Auggie Wren”. Auggie había captado con su cámara, todos los días a las 7 y durante años, la misma toma. Por supuesto, nunca era la misma. En cada fotografía se repetían o intercambiaban las personas y sus ropas, se revelaban ligeras o abruptas variaciones climáticos, se acentuaba o disipaba la luz según iban mudando las estaciones. Jamás era la misma toma.

Cuenta Auster: “Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.”

Así trepa el escritor a su historia, que es, ni más ni menos, la historia de la cámara de fotos con la que el Sr. Wren fue construyendo su humilde y monumental obra de arte, su elogio de la constancia, su tratado visual sobre las tenues diferencias en el transcurso de los días.

En verdad nos resulta difícil percibir las diminutas diferencias entre los días; sentir que hoy, en relación con ayer y con mañana, no es sólo una hoja del almanaque sino, más bien, una consecuencia o una causa, un minúsculo hito en lo que recibimos como un continuum. Casi no nos damos cuenta de que nuestros movimientos son el positivo de nuestras quietudes. Y también al revés.

Distinto pasa cuando observamos viejas fotos donde la Tía Isabel o el Abuelo Jacinto eran rozagantes mozos, llenos de juventud; tomamos conciencia del robo que perpetra el tiempo. Aparecen los conocidos (los amados y los odiados, que en esto no hacen diferencia ni la vida ni su negativo, la muerte), más jóvenes, más viejos; más algo que ahora.

Y en el instante en que uno se introduce en la imagen, el entorno se diluye; ya no se ve un papel o una pantalla; se distinguen, simplemente, momentos. Negativos o positivos, sin importar la superficie sobre la que se plasmen.

Así como se ha dicho que el mapa no es el territorio, tampoco la foto es el objeto. Y nosotros, objetos de innumerables fotos, cargamos de toma en toma, de cumpleaños en cumpleaños, con un proceso. No nos damos cuenta, no advertimos los cambios en los pequeños cambios de los días. Y llega un momento en que esos sujetos que vemos en las fotos, convertidos en objetos, cercados por un recorte temporal, se han vuelto otros.

Somos, sin notarlo, testigos de esa otra gente que somos en las fotos, que son nuestros hijos y nuestros padres. Criamos hijos y los vemos crecer, nos crían nuestros padres y los vemos envejecer, pero nos evadimos del proceso fingiendo que nada ha cambiado, que tenemos aún 7, 18 ó 36 años.

“La fotografía” hace que toda imagen sea, ficticiamente, vívida. Cuando encontramos en los armarios esas cajas llenas de imágenes mágicamente dibujadas en un pedazo de cartón pensamos que todas son, en definitiva, tomas de este momento.
Es que “la fotografía” contamina el tiempo; irrumpe, recrea, como la literatura, momentos irreales, otros lugares. Más allá del papel impreso vemos una realidad que se amplía. U otra realidad, igualmente real que el estar viendo fotografías.

Esteban Jaimez - "ABRACADABRA (Iré creando conforme hable)"

“Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz.”
Génesis, 1:3

“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.” G. García Márquez, “Cien años de soledad”

Darle nombre a las cosas es crearlas, porque es claro que todo cuanto no pueda ser nombrado carece de existencia. Las cosas son ellas y sus apelativos; las personas son, a demás de sí mismas, su propio nombre. Pedro y María son lo que vemos y lo que decimos al llamarlos.

No obstante, se abre una brecha entre el nombre y la cosa, entre la persona y el nombre, ya que ni las cosas ni las personas son los sonidos que las evocan. Y además sabemos, en nuestras mentes atribuladas de ruidos y designaciones, que alguna vez reinó el silencio, o algo parecido a una calma aburridísima.

En los tiempos en que la brecha entre las cosas y su evocación era tan amplia que las conversaciones quedaban suspendidas en la brevedad angustiosa de unos poquísimos vocablos o en la prolongación oscura y pesada de los silencios, hubo quienes emprendieron la hazaña de configurar lo que hoy conocemos como “el mundo”.

Tengo la certeza de que fue algún mago quien inventó las formas de hacer aparecer, así como un conejo en la galera, un gato en el gato, una flor en la magnolia y un pájaro en las alas y el trino. Sin las voces no serían posibles los trucos.

Me imagino al primer mago inventando los nombres de todas las cosas. Supongo que habrá comenzado por lo fundamental, y de allí habrá elevado esta pirámide, o mejor, esta hélice, que es el lenguaje y la fascinación que produce.

Primero habrá dicho “varita” y luego “mágica”. Habrá pensado que sonaba bien ponerle “pañuelo” al pañuelo; y habrá sonreído. Y luego de muchas otras palabras inventadas, seguramente las resumió, tras sonreír nuevamente, diciendo “truco”.

En esa dirección; ¿qué es verdad y qué mentira? El hecho de que una paloma salga volando de una cajita no tiene tanto que ver con sus pericias aéreas como con que creamos que una caja pueda ser el principio de un ave. Esto lo pensó el mago muy bien, y dijo: “ilusión”.

Y la violenta verdad es (hay que decirlo aunque duela y para insistir en esta vocación de seguir nombrando para crear) que nos gusta ser engañados de ese dulce modo: buscamos en el mago a quien nos haga ver lo que no es posible en la realidad. Más bien, lo que no es posible en “nuestra” realidad. Vivimos más por las ilusiones que por la concreta consistencia de nuestros alimentos. Tanto es así, que hemos inventado la cocina para conjurar los sabores.

Por otro lado, estamos de acuerdo en que lo imposible es, simplemente, imposible. Pero también debemos admitir que ese es un concepto muy elástico para la magia. Y atendiendo a que todos los orígenes son, en definitiva, la reproducción del primero, supongo que fue el mismísimo Dios, en un acto de rebeldía y por puro aburrimiento, quien inventó la palabra “mago” para que el mundo de las palabras sea.

Esteban Jaimez - "ZUGZWANG(*)"

“El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de causas y efectos) ha sido muy generoso conmigo.”
Jorge Luis Borges


Hay un mundo en donde no existe el azar. Todo cuanto se puede prever está calculado: las sombras son armoniosas y simétricas, las flores se lucen en colores y perfumes, los pájaros no mueren, como así tampoco los gatos (es muy triste cuando muere un gato)

La lluvia llega siempre en el momento en que hace más calor, y cesa en cuanto los campos han sido regados suficientemente y la temperatura se ajusta a las cadencias de las estaciones de cultivo.

En el mundo del sin azar los patios son un prodigio de la lucha del hombre contra la naturaleza y, por supuesto, las tormentas atienden con su intensidad al cuidado que cada uno pone a su sembrado, hermoseando el esfuerzo del mejor vecino y granizando sobre los terrenos del desidioso.

No hay en ese mundo hermoso ni mácula de descuido, nadie se equivoca sin que el hecho tenga consecuencias fatales, nadie descubre nada, nadie arriesga pronósticos contrapuestos, no hay peleas. Todo es sabido de antemano y solucionado con la argucia digna de sus geniales gobernantes y de su pueblo, el real soberano.

Es un reino “formósus”: bien formado, ajustado a la forma, a la correcta forma. Por lo tanto, sus autoridades han dispuesto la proscripción del asombro. Jamás podría existir ese dispositivo enrevesado en un universo tan moderno y desarrollado. No sería posible.

No es curioso que en ese mundo también hayan sido vedados los magos, los músicos locos, el carnaval, la resistencia de Aquiles y el vuelo de Ícaro. Y tampoco debe llamarnos la atención que esté tan mal vista la cursilería en las cartas de amor y la lágrima fácil.

No quedan muchos hilos para tirar y deducir que en ese hermoso (formósus), aunque no bello mundo, está absolutamente condenado el ajedrez ya que desde tiempos inmemoriales se conoce el embrujo que producen los espejos.

(*)Ajedrez: Situación en que la posición de un jugador se ve debilitada por el mero hecho de verse compelido a realizar una movida que lo perjudica.